martes, 3 de julio de 2007

El club de los ingleses

Por algún motivo quizá no estrictamente literario, muchos escritores británicos, en particular los que nacieron y vivieron a la luz del periodo victoriano, han mostrado un explícito y sano afán por el mundo del club. No proviene sino de estos hombres insulares la costumbre de aspirar la pipa con la mirada perdida, servir una taza de té o una copa de brandy y pasar la tarde en compañía de amistades afines, a ser posible a la lumbre de un hogar encendido y en torno a un confortable canapé.

Uno de los mejores aficionados al club fue Gilbert Keith Chesterton. Buena parte de su celebridad se la debemos a las intrincadas piruetas intelectuales que sus personajes, como el recalcitrante padre Brown o el arquetípico “hombre que sabía demasiado” detective Horne Fisher, llevaron a cabo haciendo gala de su lógica elegante, y es cierto que no pueden reprochársele a este autor bajezas literarias ni las apelaciones, tan frecuentes en su época, a una ciencia que hoy nos parece tosca y supersticiosa, ni se le conocen torpezas de otra índole. De su pasión por los clubes, Chesterton ideó y recreó múltiples de ellos, algunos brillantes, y bien podríamos decir que fue además un gran antologista en este sentido. El club de los negocios raros y El club de los incomprendidos son dos obras maestras del género.

Han habido otros autores de habla inglesa aficionados a estos mundos secretos, tales como el escocés Robert Louis Stevenson, que ideó El club de los suicidas, y no hay metáfora ni ambigüedad aquí, como ocurre a veces en Chesterton. Luego tenemos ese colmo del cinismo, que deja constancia del buen humor que sabían cultivar antaño los ingleses: el testimonio aparentemente verídico que el señor Thomas DeQuincey nos brinda en una articulación titulada El asesinato considerado como una de las bellas artes, y que expone a la manera lujosa de aquel autor, que pasaba del ensayo a la anécdota, de la narrativa al historicismo con toda desfachatez, las ocupaciones de un club dedicado a la apología y celebración del buen crimen capital, en calidad de dilettanti, por usar el término textual. Si bien DeQuincey consideraba la degollación como punto álgido de dicho arte, es más de nuestro gusto y sensibilidad la muerte por estrangulamiento, a disponer con soga o similares, ciertamente más limpia. En Escocia e Irlanda, célebres literatos como Arthur Conan Doyle, Oscar Wilde o George Bernard Shaw fueron también asiduos clubbers o mantuvieron contacto en algún momento de sus vidas con este tipo de organismos.

En 1919, un aristócrata y poeta inglés llamado Percival Fake tuvo la visión de crear un club que reuniese a todos los clubes del orbe. El “Club de los clubes”, como a él le gustaba referirse a su capricho, aún tiene su sede en el 301 de Oxford Street, Londres. Cada día 9 de cada mes, se reúnen en ese lugar gentes de diversas culturas y credos, y se sabe que no permiten la entrada a nadie que no exhiba en su solapa una flor dorada. ©

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