jueves, 12 de julio de 2007

Xiao Shuo

El copista Lu Shang fue un bibliotecario del emperador de China durante la dinastía Tang. En aquel tiempo, los abnegados trabajadores del papiro encarnaban toda clase de materias, desde la botánica y la metalurgia hasta la astrología, pasando por la poesía o las transcripciones históricas. Por sus manos circulaban multitud de escritos, leyendas, mitos y narraciones más o menos humildes, no tanto por sus contenidos, sin duda inestimables, sino por la costumbre que tenían estos antiguos copistas de verter sus legados más como un patrimonio que por el lucro o la fama de sus autores.

De este modo, ante la mirada de Lu Shang se sucedían las vastas escrituras anónimas como un remoto caudal de informaciones sin época y sin firma, perdidas en el tiempo y el espacio inmensos de aquel país. En aquellas escrituras se decía de grutas que eran bocas de animales, hombres que transmigraban durante siglos, encantamientos mágicos y transformaciones. Se debatía en boca de reyes la posesión de planos fantasmagóricos que dibujaban mundos celestes, y se hablaba de una gran clepsidra oculta en una montaña, de la cual fluía perennemente una sangre diferente de las otras, la sangre del tiempo.

Lu Shang quedó maravillado al constatar que aquellos datos, rasgos geniales de una pluma múltiple, adquirían los más inesperados sentidos si los comparaba con otros documentos de su biblioteca, y en ocasiones incluso creía hallar entre ellos la respuesta a algún enigma. Aquí, comprobó que cuando el poeta hablaba de sangre, se refería a la sucesión de las generaciones; allí, que cuando nombraba al dios de la fortuna aludía a la codicia de los hombres; doncellas ahogadas en ríos, sumergidas con rocas, figuraban en otros libros un secreto escondido, y la azada del dios del campo, citado abiertamente en los tratados de convivencia y sociedad, suponía en tantos otros la observancia de las tradiciones.

Ya prácticamente nada escapaba a la férrea interrogación del sinólogo, y observaba que todo signo le conducía siempre a otro, como dicen nuestros lógicos. Sobre esto y otras cosas escribió Lu Shang a lo largo de los años que le quedaban, cultivándose un lugar meritorio entre los célebres de su nación.

A su muerte, en los albores de la dinastía Han llamada a unificar el imperio, Yan Mei, el nuevo copista del nuevo emperador, se hizo cargo de los textos de Lu Shang, y creyó posible retomar sus trabajos. Aún más, ideó una prolongación de su sistema. No sin cierta licencia, pero muy lejos de toda malicia, aunó sus propios conocimientos a los de su predecesor, y las teorías del primero se conservaron, recargadas de anotaciones y ampliaciones del segundo, en lo que el humilde Yan Mei dio en llamar Libro del manantial en la montaña.

Durante siglos se atribuyó este libro al buen Lu Shang, ya toda una leyenda entre las voces doctas del imperio, y a través de la Ruta de la Seda llegó también al conocimiento del pueblo. Se realizaron algunas transcripciones del Libro del manantial en la montaña, y sus opúsculos, leyendas y mitos se enseñaron como parte de la historia de China. No obstante (y éste sería un dato que contribuiría a erigir la grandiosa imagen futura de Lu Shang), del texto original, reformado y aumentado, se infería que aquél era un personaje de las mismas historias que se dedicó a desvelar, y ésa fue la opinión general en adelante.

Lu Shang, “genio de la sabiduría”, campaba por los textos de las nuevas leyendas de los nuevos escribas, y de él y de sus anacrónicas narraciones se nutrían otras tantas que lo ensalzaban en el mundo mágico del pasado. Según una de ellas, el bibliotecario procedía de una raza de las montañas, dotada de tres ojos y poderes clarividentes. En otras, su nombre encarnaba a un dragón benéfico inspirador de los poetas, y más allá existía la creencia de que su espíritu vivía en un zorro blanco.

Al llegar a la China los jesuitas portugueses en el siglo XVI, toda una serie de leyendas, reunidas en un tomo intitulado de lectura muy extendida en el imperio, presentaba a Lu Shang como un amigo de An Hsüan que divergió una doctrina cáustica sobre el cosmos y los espíritus ingobernables que lo habitan. El reformista húngaro Lasdlas Grossyk leyó la traducción (falaz) al portugués del Libro del manantial en la montaña, donde se exponía a un Lu Shang de carácter divino, pero no leyó el compendio doctrinal ni escuchó las manifestaciones del folclore popular que sobre él se desenvolvían en narraciones orales y canciones.

Fray Ludovico de Génova, entrado el Siglo de las Luces en Europa, leyó la traducción al francés, aunque, paradójicamente, nunca supo de un libro titulado Libro del manantial en la montaña. Un discípulo de Grossyk esgrimió cierta tesis que acercaba en buena medida al genio chino a la realidad, pero que no obstante lo presentaba como un profeta.

Tras la muerte de Grossyk, los calvinistas de Mont Sygnon interpretaron las doctrinas de Lu Yang (así llamado por entonces), y a raíz de los malentendidos originados se enzarzaron en disputas que les reportarían no pocas desgracias. Sus detractores, los calvinistas de Ginebra, los tacharon de heréticos y fueron perseguidos cruelmente.

Un superviviente de esta rama, Bonifacio de Nantes, escribió hacia el final de su vida un tratado sobre herejías portuguesas en el imperio mandarín, el Ficticia mundanus imperium. En él interpretaba los asuntos que Lu (Y)Shang trató para la posteridad, teniéndolo por un místico destilador de mercurio.

Nadie sabe hasta qué punto la fama de Lu Shang se corresponde con el hombre; si el erudito chino fue un intérprete prolífico de la Historia o un personaje de la misma. En cualquier caso, sólo puede dudarse a este respecto. La pregunta de qué fue antes, el mito o el poeta, tal vez debería responderse con la misma jovialidad con que Thomas DeQuincey dictaminó que la gallina es el medio que tiene el huevo para reproducirse. ©

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