sábado, 14 de julio de 2007

Nerval o el delirio

Gérard de Nerval fue uno de los escritores más representativos del romanticismo francés. Entre sus méritos se cuentan la elaboración de poemas y libros de relatos llenos de turbación; tradujo al francés a Goethe, Schiller y Heine; viajó por Oriente y Europa; entabló amistad con algunas de las figuras culturales más notables de su tiempo, y se dice que inventó la palabra “surrealismo”, que André Breton y los suyos tomaron de él. Fue un prodigio en acaparamiento de desarreglos psíquicos tales como el trastorno bipolar, el sonambulismo o la esquizofrenia; hizo célebre la imagen del poeta paseando a una langosta con una cinta rosa, y cuentan de él que pasaba el tiempo en los internados psiquiátricos instruyéndose sobre magia y cábala. En general, Nerval representa el arquetipo del “poeta maldito” por excelencia.

La inclinación de este autor por los planos más oscuros y fluctuantes de la imaginación es incuestionable, pero asimismo, Nerval padecía la misma compulsión irrefrenable y autodestructiva que parece ser la seña de identidad de tantos otros espíritus turbulentos que como él han hollado la tierra; nos referimos a su gusto por las experiencias visionarias y el empleo de psicotrópicos, tal vez como intento de vislumbrar el mundo de los sueños, particularmente agitado y convulso en su interior. No es casual la poderosa semejanza que existe entre las experiencias con fármacos o psicotrópicos y las metáforas poéticas de lo onírico, de las que Nerval era todo un maestro.

Junto a Téophile Gautier, quien compartiera una fecunda amistad con el alucinante poeta, solían acudir con asiduidad al llamado “club de los hachisianos”, un fumadero de opio situado en los bajos fondos de París. Allí pasaban tardes de infinito delirio, recostados en el mullido colchón de la enajenación, y quién sabe si no proyectarían en ese lugar algunas de las historias que más tarde hicieron populares en sus narraciones. Posteriormente los dos amigos recordarían un capítulo que podría tener cierta relevancia en lo concerniente al trágico final de Nerval, aunque no por ello se ajuste a la razón.

En la correspondencia privada que durante su vida mantuvieron Nerval y Gautier, se encuentra por cuatro ocasiones la mención a una vieja gitana que provenía del este de Europa, la cual practicaba la adivinación y toda suerte de encantamientos con la habilidad que sólo estas personas manejan. Es destacable, a la vez que extraño, que ninguno de ellos se prodigue en detalles sobre este misterioso personaje, así como la patente disparidad entre la descripción física que uno y otro hacen del mismo. Según uno, la anciana tenía un solo ojo y era completamente calva; según el otro, ésta exhibiría una abundante melena y un muñón en el lugar de la mano derecha. El único punto en el que ambos parecen coincidir es que la anciana era una asidua del “club de los hachisianos”.

Años más tarde, al morir prematuramente la amada y musa de Nerval, el poeta confesaría en una carta a su amigo que la hechicera había ocasionado su muerte. Esta afirmación tal vez deba achacarse a uno de los tantos delirios del escritor, si bien tampoco esclarece la existencia efectiva de la anciana.

Según pudo dilucidar Gautier de entre la bruma intoxicada que rodeaba la memoria así como las cartas de su amigo, la anciana le habría propuesto al poeta un trato abominable: como si de una princesa fáustica se tratase, se cree que pudo ofrecerle el dominio de la palabra a cambio del alma de una joven de espíritu puro. Según parece Nerval se debatió largamente contra esta perspectiva, e incluso se especula que su viaje por Oriente estuviese motivado por el deseo de encontrar a la vieja hechicera y ofrecerle su propia alma a cambio.

Ninguno de ellos volvió a saber nunca de la anciana, ni nadie, entre los regentes y la clientela del fumadero de opio, pudo dar fe de una persona así descrita.

En 1855, Nerval se ahorcó colgándose de una farola en una calle de París.

Cierto o no, alucinación o fantasía, este apunte no pretende establecer juicio alguno sobre la figura del genial escritor francés. En última instancia, sólo puede dudarse de estas reflexiones y las de sus protagonistas, en un caso que trasciende el historicismo y la veracidad para sumergirse de lleno en el terreno del delirio. ©

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Carente de un ojo -tal y como exige la tradición del gremio de clarividentes - y de Oriente?; o se trata de una de las Grayas, o hablamos de Lafcadio Hearn.

Julkarn dijo...

Hmmmm. Podría haber sido Mr. Hearn, lo de las Graiai, sin embargo, no lo tengo tan claro. Mi opinión es que se trataba del One-Eye-Jack de las leyendas inglesas, que ha perdido la capacidad de ver lo bueno y con su único ojo sólo ve lo malo.

A ver qué dice Wilson...

Anónimo dijo...

Pues para mí el misterio está bastante claro. Se hace muy sospechoso que tanto Nerval como Gautier no se pusieran de acuerdo en lo referente a este personaje, al punto de que cada uno conservaba un recuerdo distinto de su fisonomía. Luego está el hecho de que no existen otros testimonios de esta anciana. En resumidas cuentas, me inclino a pensar que la anciana era una alucinación propia de los efectos del opio; un fantasma de la psique de Nerval y Gautier, y que el primero, en su posterior historial de desequilibrio mental, sublimó y magnificó este recuerdo hasta hacerlo responsable de la muerte de su amada.

Anónimo dijo...

Discrepo, así que les haré partícipes de mi humilde interpretación: me inclino a pensar que, más que producto de alucinaciones opiáceas, se trata de un evidente caso de correspondencia cifrada.

La procedencia oriental de la hechicera y su asiduidad al club sugieren que a quien se refieren realmente es a la sustancia que consumían.
Los detalles del ojo y el muñón de la mano izquierda podrían simbolizar los efectos que experimentaban. La privación del sentido de la vista siempre ha estado relacionada con el don de la clarividencia, en éste caso inspiración. Por lo que respecta al muñón, no tengo ni puñetera idea a no ser que haga referencia al uso de la mano para escribir.

El pacto. El dominio de la palabra obtenido no vendría a ser más que la magnificación de la insiración del escritor provocada por la pipa -del mismo modo que el consumo de absenta o la contracción voluntaria de sífilis por poner dos ejemplos al tun tun-.

En cuanto a la otra parte del trato... Bien, estarán de acuerdo en que un individuo de aficiones tales no puede eludir por demasiado tiempo el momento en el que ha de hacer balanza y decidir si renuncia al East End parisino, o a la dama de alma pura que le haría sentar cabeza -entre nosotros, alguna harpía de medio pelo ensalzada por la exaltación opiácea-.